viernes, 29 de julio de 2011

Uruguay: el campeón (arte) de las cosas simples

Federico Vázquez

 
La humildad con la que Uruguay nos ha mostrado que el fútbol es mucho más que personas corriendo detrás de un balón, nos recuerda el retrato de un país donde la manera de hacer las cosas siempre tiene algo de artístico, de orden creativo, pero sobre todo, un gran sentido de trabajo colectivo. Esa es la filosofía que expresa el Maestro Tabárez, mucho más que un técnico del balompié, un filósofo artesanal del esfuerzo y la lucha con la que se construyen las grandes cosas en la vida. Y no es que la identidad social que está detrás de la metáfora de “la Celeste” no tenga el rasgo de lo pretensioso como un componente central, ni que su gente sea poco pretensiosa, de hecho lo es y bastante. Pero aunque griten no hacen ruido, por eso “la Celeste”, sin mucho ruido en el camino, tiene la capacidad de generar una de las cosas más sencillas y a la vez más escasas de la vida, pasión por las cosas simples.
Pero las “cosas simples no son simples cosas”. Así construyeron uno de los Estados sociales más avanzados de la historia de América Latina, un país donde el agua se puede beber y el aire respirar, donde casi toda la gente sabe leer y escribir. Donde se puede amar mirando las estrellas. Y no es que desconozca los momentos trágicos de la dictadura o ciertas fracturas sociales que expresa la problemática de la desigualdad infantil, cierto olvido de algunas zonas del interior o el estado que guarda la educación pública desde hace unos años; eso también es parte de su historia contemporánea y, como diría Galeano, de sus venas abiertas. Como también lo es la simpleza de sus mandatarios progresistas, la sencillez de sus mujeres y hombres, y la creatividad de sus viejos. Por eso me hace poco sentido, o me persuade intelectualmente poco, el relato sobre el individualismo y la casi inexistencia de valoración social por lo común que Antonio Lezama narra en su libro sobre La Historia que Nos Parió (Ensayo sobre el origen de la idiosincrasia Rioplatense).
Sin duda algo ha cambiado en Uruguay en los últimos años. Como han demostrado al mundo desde el último mundial y ahora con el triunfo en la Copa América, la simpleza charrúa radica en su gran sentido colectivo. Sin duda que en algunos momentos de su historia ha decaído, pero creo que la reserva cultural sigue viva, y no lo digo en un ánimo esencialista, sino en un tono constructivista. Ojalá en dicha reserva político-cultural encuentren la sabiduría para terminar con la pobreza infantil, reconstruir la esperanza de un futuro prospero para sus juventudes y diseñar las instituciones de solidaridad que requieren sus viejos para vivir con alegría y dignidad.
Y así Uruguay y su gente han construido un país de color artesanal donde vale la pena vivir para festejar…. ¿Qué diría Benedetti en estos momentos? Tal vez algo así: Uruguay es mucho más que dos, es el arte de las cosas simples…



FEDERICO VÁZQUEZ es padre de un hijo UruMex.

viernes, 15 de julio de 2011

La letra inventada

María Elena Walsh
Por Silvia Hopenhayn

Uno de mis libros de cabecera, en el sentido literal de la palabra, un libro que durmió debajo de mi almohada, que se cayó de mi cama, que me esperaba despierto en la mesita de luz, o sea, que siempre estuvo cerca de mi cabeza, al menos en mis primeras lecturas, fue publicado el mismo año en que nací. Dailan Kifki, de María Elena Walsh. Una tía me lo leyó, y ella misma se sorprendió al ver la fecha de publicación. ¡Naciste el mismo año que el elefante!, me decía. Eso potenció la trama absurda y risueña de la historia. Yo tenía algo de ese elefante y quería que ese elefante tuviera algo de mí. Tal vez mi sueño. O las orejas ventiladas. También deseaba partir en un barco a Ugambalanda e internarme en el bosque de Gulubú. Palabras inventadas que me hacían cosquillas en la sien -mientras todos los demás se empeñaban en atacar mis pies-, haciendo de la ficción una tierra prometida: el lugar donde se podía crecer de la mano de una letra.  La letra que inventó María Elena Walsh. Ahora me refiero a su letra en singular. No a las letras que la convirtieron en una de las más importantes cantautoras argentinas del siglo XX. Todos suelen hablar de sus letras en plural. De sus canciones para mirar y jugar en el mundo. Canciones para los niños, silencios para los grandes; denuncias y compromisos. Deseos y pequeños sarcasmos. (Vale recordar el comienzo de Diablo ¿estás?: “Juguemos en el mundo mientras el Diablo no está. ¿Diablo estás?/Me estoy poniendo la cartuchera/Y la casaca militar/Y con la música de metralla/A todos quiero ver bailar.”). Pero no me refiero a los 20 discos ni a los casi 50 libros que publicó. Mi intención es que reluzca aquí LA letra de María Elena. Aquella que no figura en ningún abecedario. Sólo se la encuentra en una cajita, donde está bien guardada para que no escandalice a ninguna maestra ni distraiga la atención de los niños.
Es una letra móvil, danzante y patinadora. María Elena Walsh le otorgó ese destino. El de no pertenecer a ninguna palabra. Y escabullirse por las páginas para jugar a la rayuela con los renglones.  El modo de nombrarla es escribiéndola, pero no se asusten si se escapa, es una letra que no acepta otra forma que la de su propio movimiento. María Elena Walsh la llamó la “plapla”. Y por lo general se la escribe sin saber que ella existe.
Es lo que le ocurrió a Felipito Cataplún, cuando al cerrar sin querer su cuaderno a la hora del recreo, escuchó la vocecita de la plapla pronunciar un atormentado y diminuto “¡ay!”. Sorprendido, lo volvió a abrir, y ahí se encontró con la letra, y le preguntó: “¿quién es usted, señorita?”. Ella, no tan tímidamente, le contestó: “soy una plapla (…) has escrito una plapla”. Felipito desconcertado siguió preguntándole: “¿y qué hago con la plapla?” La misma letra le contestó: “mirarla.”
Siempre me fascinó la plapla. Esa letra que uno puede escribir independiente de nosotros. Y que sólo existe en el momento en que se la escribe.
Para terminar este recuerdo (el propio y el de María Elena Walsh), agrego una fecha, también redonda, como el gran elefante. Cien años antes de Dailan Kifki, se publicó por primera vez Alicia en el país de las maravillas, mi libro de cabecera actual, que bien puede relacionarse con mi primera lectura de la infancia.


Silvia Hopenhayn es escritora y periodista cultural. Ha sido columnista cultural en varios medios y condujo varios programas culturales en televisión. Integró el Jurado del Premio internacional Alfaguara de Novela. Escribe una columna semanal, “Libros en agenda”, en el diario La Nación; realiza los ciclos “La ficción y sus hacedores”, en la Casa de la Cultura (FNA) y “La primera página” en Dain Usina Cultural; también dicta seminarios de literatura en el Colegio Libre de la Universidad Di Tella. Es coautora del libro Cuentos reales (2004) y la novela La espina infinitesimal (2006).

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